La habitación estaba muy oscura. No se veía nada, pero
podía percibir el sonido de la respiración expectante de los
agitados presentes. Debía haber unas quince o veinte personas en la
penumbra, todos apretujados contra otros y nerviosos.
Se abrió una puerta y entró una mujer, ataviada con el
atuendo ceremonial típico. Con las palmas de las manos mirando al
techo portaba un objeto ornamentado con un montón de velas. La tenue
luz de las velas encendió los corazones de todos los presentes que,
como una sola alma, empezaron a cantar una cautivadora melodía.
Durante esos breves minutos que duró la canción, y
aprovechando la escasa luz que me proporcionaban las velas que
llevaba la mujer, me fijé en cómo todos los fieles llevaban
atuendos y ornamentos similares a los de ella; unos extraños
sombreros cónicos de colores y estampados alegres que no encajaban
para nada en ese ambiente opresivo.
La portadora de la ofrenda avanzó lentamente hasta
depositar el objeto en una mesa ante un joven que, por su gesto y
aspecto, era el líder adorado de la ceremonia. Su sombrero era
diferente: más grande y con alguna filigrana dorada. También
llevaba un curioso collar de flores rosas sobre sus hombros. El joven
adolescente sonrió y se relamió cuando la sacerdotisa dejó la
ofrenda sobre la mesa.
El homenajeado aguardó pacientemente a que todos
terminaran su cántico y durante unos breves instantes se hizo un
silencio absoluto y agobiante. Todos esperaban algo. ¿Qué?
De repente, el chico apagó todas las velas de golpe con
un fuerte soplido. Todos se sobresaltaron cuando se hizo la oscuridad
total de nuevo.
Lo siguiente que recuerdo es que se hizo la luz, intensa
e hiriente en las retinas, y la mujer sacó un afilado cuchillo que
hundió en el pastel, desparramando las entrañas de bizcocho y
chocolate por la mesa, y la oscura ceremonia finalizó como era
debido, con todos los asistentes aplaudiendo y gritando como locos
“FELIZ CUMPLEAÑOS”.